domingo, 24 de mayo de 2009

Pequeñas manías

Cada tanto me pasa. Me levanto un sábado o domingo relativamente temprano, bajo a la cocina y empiezo a preparar el desayuno. Miro por la ventana. Todo sigue en su lugar. Agarro una pava y la pongo sobre el fuego. Entonces veo que la cocina -sin llegar a estar sucia- tiene algún rastro de la cena de la noche anterior. Entonces algo pasa y comienzo; normalmente empiezo por el horno, luego por la mesada, barro y paso el trapo. Paso al living. Generalmente lo que más me cuesta es el baño, pero nunca termina mi brote de limpieza sin una limpieza relativamente profunda.

Nunca pensé que iba a volverme maniático en el orden y la limpieza de ciertas cosas. No es que lo sea, pero a veces me sorprendo a mi mismo. La habitación sigue siendo, claramente, uno de los espacios por excelencia para el desorden, pero en el último año incluso los días de orden han comenzado a acercarse y no son más episodios esporádicos.

¿Qué pasó? Si todavía recuerdo como reciente el episodio donde Juan me bautizó como “ropavejero”. Lo veo tan claro. En el rancho que habíamos alquilado en Cabo Polonio. Juan sentado en uno de los bancos donde alternadamente dormíamos los varones y nos sentábamos para almorzar. Yo parado en la sección “placard” de nuestro rancho, sacando bolsas de consorcio con mi ropa y tratando de encontrar algo. No hubo vacaciones donde no resurgiera el tema. Pero … ¿Qué pasó? Si siempre fue un tema de bromas por parte de Pablo el desorden crónico de mi pieza en Quilmes, si durante algún tiempo mi ropa vagaba de un punto al otro de la casita, a la deriva por las habitaciones.

No es que me haya convertido en un oligofrénico, desesperado por la asepsia. Sé que no. No es que la casa se haya vuelto un museo. Por el contrario, creo que la casita es un lugar vivible, con cosas para usar. Sé que no he llegado al extremo de vivir en un lugar perfecto, constantemente y sistemáticamente ordenado y descontaminado. Pero es raro que pase una mañana sin que acomode los almohadones del sillón del living. Sé que es divertido para muchos/as también acomodar el sillón y ver que algunas horas después los almohadones fueron re-ubicados. Hay quienes piensan que la tendencia de poner cuanto producto se cruce en mi camino en frascos de vidrio tampoco puede ser explicada racionalmente. Tengo tendencia a encender velas y sahumerios, poner agua en latas sobre las estufas para que el aire del ambiente no se reseque. No sólo eso, también tengo esencias para los que el agua que se evapora esté perfumada.

Es curioso, pero hay espacios que no me generan ningún ataque. Las ventanas son un buen ejemplo. Pienso que sólo una vez las limpié. Es sabido que en casa, cada vez que se limpian las ventanas va a llover pronto. Angie, principal crítica de la falta de limpieza de las ventanas (antes de venir a vivir aquí) ha adoptado la premisa como propia. Es Ley de Murphy, decimos. Y lo que es peor; no falla. La heladera es otro espacio misterioso. A pesar de los raídes a que es sometida, sigo encontrando de tanto en tanto algún tupper cuyo contenido había sido casi olvidado.

Pienso que es en el baño donde hay más detalles capaces de desencadenar brotes psicóticos de limpieza y orden. Encontrar la mesada del baño mojada es una de ellas. Encontrar agua en el piso del baño me pone de un humor terrible. No es ni siquiera necesario detallar el efecto que me genera encontrar pelos en la ducha. Pero si yo antes no era así… Me es inútil tratar de pensar el momento en el que se generaron estos cambios de hábitos. Quiero imaginar que deben estar relacionados con la salida del hogar y la independencia. Es cierto que el hecho de hacer la limpieza me obliga a tratar de mantenerla de un modo más… “consciente”, por decirlo de algún modo. Pero si fuera eso, creo que no habría ningún problema. Pero sé también que mi carácter cambia. A veces pienso que es normal, otras no estoy tan seguro. Tengo algunas hipótesis sobre este cambio de hábitos. Hay costumbres cuya adopción le debo a Lara, hay fobias que les debo a algunos/as de los/las múltiples estudiantes que pasaron por casa, pero sé que sólo yo soy responsable de los cambios de mi carácter. Hay cosas nuevas que descubro que me gustan, hay otras que me hacen pensar que “no quiero ser así”.

Ah, me olvidaba, hoy no llovió.

sábado, 23 de mayo de 2009

El Octavo día

Después de siete días pensamos que había terminado. Luego de una semana ininterrumpida, para el sábado a la mañana la esperanza había renacido. El cielo estaba un poco nublado y casi ni se escuchaba el viento soplando. Pensamos que iba a terminar. Estábamos equivocados.

A las dos de la tarde del sábado la ilusión había terminado. Por octavo día consecutivo llovía en Bariloche…

Lloviznó un poco y paró. Sin embargo hace un par de horas volvió a escucharse el sonido que nos acompaña desde hace ahora ocho días. Ya estamos acostumbrados. Con que no diluvie y de vez en cuando se hagan algunas pausas nos damos por satisfechos.

Luego de una semana donde se alternaron lloviznas y días fríos pero con un cielo aceptablemente despejado, hace ya dos viernes comenzó a llover. No una lluvia tímida, una llovizna pasajera. Llovió con ganas de llover. Si Drexler tiene razón y cuando llueve el pasto se pone contento, seguramente ese día el pasto desbordaba felicidad. Y claro, nosotros nos habíamos puesto a cubierto.

Al segundo o tercer día de lluvia el bramido del viento empujando la lluvia para golpear contra el techo y las ventanas de la casita empezó a sentirse con más fuerza. Hasta que, eventualmente, el ruido que nos había parecido primero como el ulular de las mancuspias comenzó a ser parte de lo cotidiano. Comenzó a molestar menos y menos hasta que casi no pudimos distinguirlo.

Por eso hoy a la mañana tuve que mirar hacia el cielo gris para comprobar que no llovía. Ya no nos guiamos con el sonido que producen el viento o la lluvia. Los dos se mezclan y no podemos diferenciarlos. Así que miré por la ventana de la escalera y no vi signos de lluvia. Seguí bajando y fui a la cocina. Espié por la ventana… Comprobé que los charcos de agua que cubren buena parte de la calle no daban muestras de que estuviera lloviendo. Me animé a mirar hacia el cielo; algunos retazos mas o menos celeste se entreveían entre las nubes, y a los lejos los se veían algunos cerros con un poco de nieve. Parecía que luego de una semana las nubes habían descargado toda su agua. Parece que estábamos equivocados. Nosotros seguimos a cubierto, el pasto sigue contento.

viernes, 8 de mayo de 2009

Volver al futuro

¿Por qué tenemos la necesidad de contar en orden cronológico? ¿Por qué me resisto a escribir sobre algo anterior al último post? ¿Por qué me cuesta tanto romper con el orden (crono)lógico de los acontecimientos?

Hipótesis me sobran, aunque me costaría demostrarlas. En todo caso tampoco necesito hacerlo. No me senté a escribir pensando en el ordenamiento lógico de los eventos. No. Aquello que me impulsa es más bien la intención de cerrar el capítulo de despedida de Sabrina. Por alguna razón siento que esta es una buena forma de cerrar el ciclo que marcó su llegada. En buena medida porque también coincide con el período de verano que también llega a su fin. Ya lo sé. El verano ya terminó, pero sin embargo podría decirse que durante abril sigue viva la temporada de travesías y caminatas. Y ahora empezamos a transitar el mes de mayo y las hojas comienzan a cubrir veredas y jardines, que la temperatura baja por las mañanas y que pronto comenzaremos con las heladas ya no quedan dudas, otro verano ha terminado…

Pienso que una buena parte de esta temporada ha estado marcada por su presencia. Compartimos Navidad y Año Nuevo, caminatas y salidas y más de tres meses de trabajo. En su despedida (la última) nos regaló fotos con diversos episodios de su estadía, y es increíble ver en ellos cantidad de personas y un sin fin de situaciones que casi había olvidado. Mejor dicho, no es que las hubiera olvidado, es que las había dado por naturales, que había dado por sentado que siempre estaría allí. Con mi hermano, con Pablo y Flor, con Sissi y Juampi, con Dolores, con nuestros “hijos”, con estudiantes, más tarde con Lara y André, con medio Quilmas en el casorio, y por supuesto, con Migu, con Matías y con Angie. Tanta gente hacen que tres meses parezcan pocos.

Tal vez me equivoque, pero pienso que en total tuvo como cinco eventos de despedida, a saber; una cena con la gente de la escuela “La Montaña”, una cena en casa, un trekking al día siguiente, la cena en lo de Mara, la última noche en Antares. También tuvimos un almuerzo en Mamushka el jueves Santo, también fuimos a Patanuk a tomar unas cervezas esa tarde. “Hoy tenemos despedida de Sabrina” se convirtió en una frase habitual en nuestras conversaciones, al menos en las mías. Ella también necesitó del período de duelo. Atrasó su estadía en Bariloche, lo postergó hasta el límite y finalmente ya no pudo seguir prolongando su estadía. “Fueron unos meses increíbles”, nos dijo cuando se despidió por última vez en la terminal de ómnibus. Y así subió al micro que habría de llevarla a Buenos Aires. Se va feliz y triste al mismo tiempo. Feliz por la experiencia, los recuerdos y las memorias, triste porque la aventura llegó a su fin. Pero también feliz por volver a ver a su familia, amigos, su ahijado. Se va enojada con el correo que no funciona, con la indecisión casi constante de los argentinos; se va contenta porque muchas veces esa indecisión va de la mano con la espontaneidad que le da posibilidad de no tener planes y, sin embargo, saber que puede llegar a cualquier hora a cualquier lugar y organizar algo, con la informalidad de no tener que generar planes de etiqueta, con conocer a alguien y quedarse tomando mate y charlando como si fueran íntimos. Se va con ese sabor agridulce que nos dejan las cosas que no nos son indiferentes… Por alguna razón, intuyo que va a volver.
Uno de los últimos días de Sabrina en la escuela... Con parte del equipo docente y los Peques haciendo de fondo.
En la cena de despedida organizada por la escuela en Map Room
Con Matías y conmigo en el deck de Patanuk el jueves santo...

Accidente en la estepa


lunes, 4 de mayo de 2009

Fin de semana en Ñirihuau

Viernes 17 de abril

Es de noche. Los días ya son más cortos y a las 20.30 ya es de noche. La mesa está preparada para siete. Sobre la mesa, el mantel que nos regaló Chili, También hay portavelas y servilletas al tono. Fanales encendidos, música de fondo. Desde el horno una aroma se expande hacia el resto de la casa. Es la lasagna que preparó Angie para la ocasión. En la heladera se enfría el mousse de chocolate hecha con toblerone blanco que hizo Sabrina.

Esperamos a Matías para empezar a comer. Mientras tanto tratamos de organizar los planes para el día siguiente… Hay un cambio, descartamos la idea originaria de ir a Bahía López y, en su lugar, organizamos un día en Ñirihuau, en la estepa.


Sábado 18 de abril

Anoche tuvimos en casa cena de despedida de Sabrina. Hoy me desperté mientras Angie y Miguel aún dormían. Aprovecho que es de mañana y en la casa se respira una quietud increíble para leer y ponerme al día. No tengo mucho tiempo, pero en una hora y media logro avanzar bastante, acompañado de mate y Piazzola.

Escucho que hay movimientos en la casa, la gente se despierta y se dispone a comenzar sus planes. Me apuro a prepararme el almuerzo que debo llevar, caliento el agua para el mate, armo la mochila. En media hora necesitamos estar en el centro para tomar el 71, con rumbo a Dina Huapi. Nuestro primer destino, el cruce de la ruta que va hacia el Limay con las vías del tren. Allí deberíamos bajarnos y continuar avanzando sobre las vías hasta llegar a la estación “Ñirihuau” y el puente sobre el río que lleva el mismo nombre.

Apuramos el paso para llegar en el horario indicado. Nos acercamos a las “5 esquinas” (Léase, la esquina de “Soul” y la “Feria Americana”). Recibo un mensaje. Matías no viene. Una serie de razones que hacen las veces de innecesarias explicaciones tratan de excusarlo. No hay problema. Nadie lo obliga.

Llegamos a la parada; poco después Sabrina hace lo propio. Nos disponemos a subir a nuestro colectivo hasta el punto indicado. No hace frío pero el otoño se respira en el aire. No puedo evitar pensar en “Stand by me” cuando empezamos los cuatro nuestra marcha por las vías del tren. El camino no es largo y nos ofrece vistas de la estepa, del lago, de las montañas a nuestras espaldas y de los álamos, amarillos por doquier.

Pasamos junto a unos vagones descarrilados. No podemos evitar jugar con ellos y sacarnos fotos cual accidentados… Seguimos el camino entre comentarios y bromas. Ya no queda mucho. El pasto está amarillento y los coirones, pardos. Llegamos al puente del tren que cruza el arroyo y nos desviamos hacia la derecha, en busca de una playa sobre el Ñirihuau para almorzar hasta que finalmente decidimos cruzar el puente e investigar en la otra costa.

La investigación se limitó a la búsqueda de un buen lugar para merendar. Angie y Miguel aprovecharon para seguir jugando al “pescador”, tarea que habían comenzado en nuestra locación del almuerzo y que se suspendiera cuando una avispa le picara a Angie en el dedo. A pesar de que a través del agua color verde del río podíamos ver gran cantidad de truchas, los esfuerzos para capturar alguna concluyeron con una notable falta de éxito. Ninguno tampoco tenía esperanzas de poder capturar “la cena”. Y así pasó la tarde hasta que fue la hora de volver al pueblo, como dicen (¿decimos?) los locales para al referirse al centro de la ciudad. Así terminaba otra de las despedidas de Sabrina, quien ya se preparaba para volver a Suiza.